Tantos siglos —y versos— tratando de definir el amor y aún seguimos sin hallar las palabras exactas. Ni siquiera la “llama de amor viva” de San Juan, el “hielo abrasador” quevedesco, el “oculto” y sáfico “sendero” de Elena Fortún o el “duelo de mordiscos y azucenas” lorquiano bastarían por sí solos para resumir la complejidad de un sentimiento que, como la alegría, constituye un acto revolucionario en una sociedad que nos empuja a la apatía y la indiferencia.No se puede amar desde la desidia, sin la vehemencia que nos exige ese verbo de transitividad infinita, como infinitos son los complementos que caben en él. Tampoco el empeño censor de quienes pretenden limitarlo ha logrado condenarlo a la normatividad. Del amor cortés a las comedias románticas dosmileras, del dolce stil nuovo a Brokeback Mountain, de los Desengaños amorosos de María de Zayas al cover de El amor de Rigoberta Bandini. Da igual cuáles sean los códigos culturales o sociales que se impongan sobre su relato, el amor se revuelve libre e inasible, ofreciendo cobijo también a los vínculos secretos y prohibidos, a todas esas historias que, como las LGTBIQ+, se vieron obligadas a existir entre sombras, vagando por los bosques como Maurice y Eric en la novela que E. M. Forster renunció a publicar en vida, pues su prestigio y su libertad habrían peligrado si se atrevía a regalarnos —por mucho que lo necesitáramos— un final feliz.Un cuerpo, una presencia, un instante, un lugar, una idea… Todo es susceptible de convertirse en objeto amado, a pesar de que cualquiera de esas pasiones nos recuerde, en el momento de su conquista, la facilidad con la que acabará desvaneciéndose. Por eso el amor exige coraje y valentía, porque con él arraiga también la incertidumbre, y la duda, y la mortalidad, y la conciencia de un tiempo que, dure lo que dure, será efímero y ante el que solo cabe abrazar el ahora con la misma intensidad con la que abrazamos nuestros cuerpos.Desde esa inquietud comenzaba en el siglo X nuestra literatura, ofreciéndonos en solo dos versos una definición del amor reconocible e inquietante: “¿Qué haré, madre? / Mi amado está en la puerta”. En la intensidad dramática de esta jarcha conviven la excitación y la angustia con dos amores: el de la madre que escucha y el que aguarda tras una puerta que se torna metáfora sexual. Una puerta ante la que es inevitable la duda, pues abrirla supone dar paso también al deseo y a sus despóticas leyes, a la rutina que desgastará las noches, y al duelo y la pérdida que habrá de quebrarnos con la misma fuerza con la que nos alzaba mientras éramos.Puertas que hay quienes anhelan derribar, como la Melibea de Fernando de Rojas, una adolescente que se atreve a clamar en pleno siglo XV contra la opresión patriarcal (“¿Por qué no fue también a las hembras concedido poder descubrir su congojoso y ardiente amor, como a los varones?”), y que otros abren para huir de la realidad en busca de un amor que, en este presente amenazadoramente genocida y neofascista, se revela urgente: el amor a la justicia y la verdad que encarnan don Quijote y Sancho, cuya historia de idealismo y derrota es, como la de cualquier amistad verdadera, una gran historia de amor.Caprichoso, como corresponde al niño arquero; codicioso, porque rechaza las migajas; paradójico, porque no acepta más reglas que las que podrá traicionar; y preso de un contraste imposible entre la generosidad absoluta y el egoísmo hedonista, entre la euforia del inicio y la desolación de su clausura. Pero, a pesar de todas sus imperfecciones, el amor sigue siendo la única esperanza en este tiempo en el que el escepticismo se ha convertido en un arma política que nos inmoviliza y anestesia. Con su naturaleza impulsiva y poliédrica nos impulsa a actuar desde las amistades que nos sostienen, desde la familia (elegida) que nos alberga, desde la pareja (o trieja) que nos suma y desde todo lo que —ya sea arte o naturaleza— nos emociona o interpela. Aunque a veces nos fallen las fuerzas cuando intuimos que, tras la puerta, nos aguarda el amor más inconstante y difícil: el que deberíamos sentir por nosotros mismos. Y en ese momento, justo cuando tememos encontrar un reflejo hostil al otro lado, el amor de esa madre, de esa amiga o de ese compañero de vida que nos conoce mejor de lo que nosotros lo haremos nunca aparece y nos salva. Porque en su obstinación por arrancarnos de la resignación, el amor también tiene algo de deus ex machina. De final casi feliz en el que, aunque todo siga siendo efímero e imperfecto, su puerta se abre para ofrecernos, si cambiamos el miedo por el inconformismo, nuestra mejor versión.Nando López es escritor.
EL PAÍS recoge cada día en agosto historias de ‘Amores de Verano’.

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