Si el éxito suele ser un malentendido, el amor casi siempre es un accidente. Uno de los amores más insólitos, lujosos e imposibles del siglo XX, por ejemplo, fue provocado por uno. Edward Russell Thomas: empecemos por este pringoso nombre. Nacido millonario en 1875. Violento y petulante, fue uno de los primeros conductores de coches que hubo en Estados Unidos. Thomas, hijo de general de la Union, tiene el vergonzoso honor de ser el primer autor de un atropello mortal. Mató a un niño de 7 años, Henry Theiss. Thomas iba a 64 kilómetros por hora. Se dice que pitó el claxon, todos los niños menos uno se apartaron, y él decidió no frenar. Fue exonerado, aunque tiempo después la turba se tomó la justicia por su mano al encontrarlo de nuevo con su vehículo, si bien la que sufrió mayores daños fue su segunda mujer. ¿Quién fue su primera mujer? Linda Lee Thomas. Uno de esos nombres que recorrían la clase alta estadounidense de salón en salón por su impresionante belleza. Consiguió el divorcio del piloto loco entre sospechas de malos tratos de él hacia ella. Con Thomas, también dueño de un periódico entre otras millonarias herencias, vivió desde los 17 años una vida de lujos entre Nueva York, Palm Beach y Newport. Su divorcio se produjo en 1912. Después, Linda Lee Thomas viajó a París a moverse allí en sus exclusivos círculos. Nos acercamos a los años veinte, la era del jazz, la década que inmortalizó Francis Scott Fitzgerald en sus cuentos del Saturday Evening Post. Nos acercamos al amor de la vida de Linda Lee Thomas, el hombre con el que se casó y no pudo poseer. Hablemos de él: Cole Albert Porter. Nombre capital de la música popular norteamericana, autor de más de mil canciones (muchas de ellas en lugares de honor del cancionero de Estados Unidos). Presente con su música en decenas de películas. Hijo de familia rica, obligado a formarse como abogado para continuar el imperio familiar de madera, carbón y petróleo. Pero Porter era un superdotado de la música y hay fuegos internos que lo aniquilan todo. Ya en 1916 debutó en Broadway con See America First: la obra, de título trumpista avant la lettre, fue un sonoro fracaso y desapareció de la cartelera en apenas dos semanas. El palo lo llevó a instalarse en París, donde se dedicó a perfeccionar sus conocimientos. Allí vivía en un apartamento lujoso y, de vez en cuando, se dejaba ver con uniformes militares hechos a medida, pura licencia teatral de su carácter. Cultivaba una vida social intensa, y en 1918, en medio de ese ambiente cosmopolita, conoció a Linda Lee Thomas, una acaudalada divorciada ocho años mayor, que le abrió las puertas de un círculo aún más selecto. El 12 de diciembre de 1919 se casaron en París. Él era un promiscuo homosexual; ella, una mujer millonaria y aburrida que no prestaba ya mucho interés por el amor, una de esas naturalezas de la alta sociedad que están tan pendientes de lucir ante los demás que el sexo les resulta marciano, como cualquier acto íntimo. La boda fue recibida con euforia. Los dos reinventaron los veranos de la década de los veinte y los treinta. Para Cole Porter y Linda Lee Thomas, el verano no era una estación: era un escenario. Cuando el calor apretaba en Nueva York o París, se instalaban en la Riviera francesa, en Venecia o en las islas griegas, rodeados de duques, actrices y bohemios ilustres. Allí, entre cócteles al atardecer y fiestas que duraban hasta el amanecer, Porter probaba melodías al piano mientras Linda, impecable, recibía a los invitados con la naturalidad de una reina destronada. Aquellos veranos, con sus playas privadas y terrazas de luz dorada, se filtraron en su música: componía canciones que conservaban, incluso en un teatro de Broadway en pleno invierno, la ilusión de que siempre era temporada alta. La atracción entre ellos fue inmediata, aunque no necesariamente romántica en el sentido tradicional. Estaban fascinados por el talento y la inteligencia de cada uno. Cole encontró en ella una compañera refinada, generosa y protectora. Una suerte de tapadera, aunque en privado se desataba hasta lo escandaloso (“¿chupas pollas?”, preguntaba bajando la ventanilla a sospechosos de prostitución), y un “pasaporte social”, como dejó escrito Kado Kostzer en Página 12: “Sus legendarias fiestas incluían a ociosos nobles, empeñosos plebeyos (con fama y dinero), al Ballet de Monte Carlo en pleno y especialmente contratado, 50 guapos gondoleros y cocaína a discreción. No había crucero exótico que no contara entre sus pasajeros con la pareja y su séquito de amigos de alta sociedad —homosexuales y lesbianas casados—, además de personal de servicio (incluido un siempre útil masajista)”. Linda Lee Thomas murió a los setenta años, víctima de un enfisema tras décadas de fumar sin tregua. Para Cole Porter, su pérdida fue casi el final de sí mismo. Aunque su matrimonio había sido platónico, tenían una complicidad profunda, repleta de afecto y lealtad. Linda había sido su refugio frente a la homofobia de la época y la aliada más segura en los altibajos de su carrera. Sin ella, se hundió en una depresión que lo llevó al aislamiento, y su música perdió el brillo de antaño. En cartas y recuerdos de amigos, se repite la misma idea: había perdido “a la única persona que siempre lo entendió por completo”. La soledad y el peso de la enfermedad —arrastraba las secuelas de un accidente de caballo de 1937— crecieron en su viudez. Murió una década después y fue enterrado junto a ella en la parcela familiar de Indiana, donde descansan los dos después de 34 años de amor. Manuel Jabois es periodista y escritor.
EL PAÍS recoge cada día en agosto historias de ‘Amores de Verano’.

Manuel Jabois: El verano excesivo del amor sin sexo | Estilo de vida
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